Hoy falleció Jacqueline de Ribes, una de las figuras más singulares que haya producido la moda francesa del último siglo. Tenía 96 años. Su muerte cierra una era en la que el estilo no se construía a partir de estrategias de visibilidad, sino de criterio, carácter y una relación profundamente personal con la ropa.
Jacqueline de Ribes no fue modelo en el sentido tradicional, ni diseñadora por vocación académica, ni celebridad fabricada. Fue algo más difícil de definir y, por eso mismo, más influyente: una mujer que convirtió su vida social, cultural y creativa en una obra coherente. Vestirse, para ella, no era una herramienta de ascenso ni una forma de llamar la atención. Era una extensión natural de su manera de estar en el mundo.
Nació en París en 1929, en el seno de una familia aristocrática, y creció entre guerras, desplazamientos y una educación marcada por el rigor cultural. Esa formación temprana se reflejó siempre en su forma de vestir, con precisión y sin rigidez, teatralidad sin exceso y elegancia sin nostalgia. Desde los años sesenta empezó a figurar de manera constante en las listas internacionales de las mujeres mejor vestidas, pero nunca como un fenómeno decorativo. Su estilo era reconocible porque no seguía modas, sino que las absorbía, las editaba y las devolvía transformadas.
A diferencia de muchas figuras de su entorno, Jacqueline de Ribes no se limitó a usar alta costura. Colaboró activamente en el diseño de sus propios vestidos durante décadas, trabajando de cerca con ateliers y costureros hasta que, en los años ochenta, decidió lanzar su propia línea de moda. Sus colecciones no buscaban competir con las grandes casas, sino ofrecer una visión personal del vestir femenino pensado en siluetas limpias, dramatismo controlado, referencias culturales claras y una relación muy consciente con el cuerpo.
Su influencia fue reconocida por diseñadores clave de distintas generaciones. Fue musa, amiga y referente para creadores que entendieron en ella algo poco común: una clienta con criterio creativo real. No imponía tendencias ni pedía reinterpretaciones forzadas; sabía exactamente quién era y qué quería decir con cada prenda.
Más allá de la moda, tuvo una vida activa en el ámbito cultural y filantrópico. Produjo teatro, apoyó iniciativas artísticas y mantuvo siempre una presencia discreta pero constante en los círculos intelectuales de París y Nueva York. En 2015, su archivo personal fue objeto de una exposición monográfica en el Metropolitan Museum of Art, un reconocimiento reservado a quienes no solo visten bien, sino que han construido un lenguaje visual propio a lo largo del tiempo.
Jacqueline de Ribes representó una idea de elegancia que hoy resulta casi radical, la del estilo como consecuencia de una vida pensada, no como una estrategia de imagen. No necesitó reinventarse ni adaptarse a los códigos contemporáneos para seguir siendo relevante. Su presencia bastaba.
Con su muerte, desaparece una figura que entendió la moda como cultura, no como espectáculo. Una mujer que no persiguió la atención, pero la sostuvo durante décadas sin esfuerzo aparente.