La colección presentada por Duran Lantink para Jean Paul Gaultier en la Semana de la Moda de París 2025 desató una reacción que fue mucho más allá de la crítica estilística. Las prendas con estampados hiperrealistas del cuerpo masculino —con vello, sombras y volúmenes que replicaban la piel— se convirtieron en el tema más comentado de la temporada. Muchos calificaron la propuesta de grotesca o innecesaria, mientras otros defendieron su audacia conceptual. Lo cierto es que, más que una prenda, Duran Lantink puso en la pasarela un espejo, uno que devuelve la imagen del cuerpo real, despojado del idealismo con el que la moda suele maquillar la piel.
Esta propuesta rompió el statu quo del cuerpo que se edita, se filtra y se ajusta digitalmente, por lo que, ver su representación cruda provoca incluso al público más indiferente. La incomodidad no está en el diseño, sino en lo que evoca: lo humano como propuesta.
Cuando la provocación se confunde con transgresión
Desde los años 80, la moda ha jugado con la provocación como un recurso estético y narrativo. Alexander McQueen, Rick Owens o Walter Van Beirendonck lo hicieron antes, usando el shock para cuestionar la belleza o el género. Pero el contexto actual —marcado por la corrección política y la hipersensibilidad social— ha redefinido los límites de lo que se considera estéticamente aceptable.
Ejemplos recientes abundan. Coperni llevó a Bella Hadid cubierta solo por un spray que se solidificó en tiempo real, y aunque fue aplaudido como un hito tecnológico, también se le acusó de fetichizar el cuerpo femenino. Balenciaga enfrentó críticas por una campaña malinterpretada como sexualización infantil, lo que generó una ola de indignación digital. En ambos casos, la conversación se desplazó del arte a la moral.
La línea entre provocar para reflexionar y provocar para generar atención se vuelve cada vez más difusa.
El juicio rápido del espectador
Las redes sociales amplifican esa incomodidad. Lo que antes quedaba en la pasarela ahora se disecciona, multiplica y reinterpreta en segundos. La audiencia digital —acostumbrada a consumir imágenes perfectas— tiende a reaccionar con repulsión ante lo que no encaja en su imaginario de belleza o elegancia. De ahí que las propuestas más conceptuales sean vistas como ataques personales a la estética del espectador.
Según la psicóloga británica Carolyn Mair, autora de The Psychology of Fashion, la ropa actúa como una extensión de la identidad, por lo que las propuestas disruptivas pueden sentirse como una amenaza simbólica. “Cuando la moda nos incomoda, nos obliga a repensar quiénes somos y qué consideramos normal”, afirma. Esa incomodidad, sin embargo, es precisamente lo que la mantiene viva como expresión cultural.
Más allá del escándalo
La moda no existe para agradar; existe para observarnos. Lo que Duran Lantink hizo —y lo que otras casas continúan explorando— no es una burla al cuerpo, sino una reivindicación de su autenticidad. La piel, el vello, la imperfección y la sexualidad son parte del relato humano que la moda intenta reconfigurar en cada época.
Tal vez no se trata de entender si una propuesta es bonita o perturbadora, sino de aceptar que el escándalo es también una forma de diálogo. Y que mientras una colección nos obligue a pensar más allá de la superficie, sigue cumpliendo con la función más esencial del diseño: provocar una reacción que no deje indiferente.