En las páginas de Bazaar Abril, Grace O’Neil se pregunta si es hora de renunciar a Instagram…
Todas hemos tenido ese momento. Estás en un concierto y no puedes ver a la banda, pues un mar de pantallas de teléfonos celulares aparece frente a ti (¿alguien de verdad ve completos esos videos?), o cuando estás en una galería de arte y las personas no pueden contener sus ganas de tomarse una selfie para su Instagram, y mejor no hablamos de cuando te desesperas porque una de tus amigas durante el almuerzo no te deja empezar a probar hasta que tenga la foto perfecta de su comida.
El mes pasado tuve mi propia experiencia de este tipo, justo en un almuerzo, acompañado de champán infinito, a bordo de un yate que rodeaba el puerto de Sídney. Por supuesto, era maravilloso, un evento prácticamente creado para presumir en Instagram, pero desde el momento en que abordamos, hasta cinco horas después, fue un frenesí total.
Me golpearon en la cabeza no una, sino tres veces, sólo sentía una ola de bolsos de diseñador arrojada de manera descuidada por una manada de mujeres que se apresuraron a posar juntas para sacar fotos.
Gucci –golpe–, Prada –golpe–, Valentino –golpe–. La gente cayó sobre sí misma, derribó a los demás, se colocaba encima una de otra y empujaba a los que estaban a su lado en una constante manía por conseguir la mejor selfie.
Durante cinco horas. Miré con una mezcla de molestia, diversión y fascinación genuinas, puesto que me sorprendía que nadie pareciera estar divirtiéndose en realidad. En su lugar, estaban elaborando cuidadosamente sus imágenes en donde “parecían” estar divirtiéndose. Estamos nada menos que en la era de Instagram.
Son días como esos en los que es difícil discutir con los fatalistas, que durante mucho tiempo han anunciado con obsesión infinita la caída de nuestra sociedad en un pozo sin fondo. Instagram parece haber ayudado con un sentido sobrevalorado sobre la autoimportancia.
Claro, vivir el momento es difícil, pero abandonar tu entorno social en busca de una fotografía de 1080 x 1080 pixeles de ti misma es otra cosa. Dado todo esto, no es de extrañar que algunos estén decidiendo rechazar las redes sociales por completo, o al menos tomar medidas para frenar sus efectos.
Todo comenzó con pequeñas revueltas –por ejemplo, la gente optó por mantener sus anuncios de compromiso o embarazos fuera de Instagram-, sin embargo, al parecer está creciendo.
La desintoxicación completa de esta aplicación, días designados sin tecnología, la desactivación de cuentas o la activación de segundas cuentas (las creadas en exclusivo para compartir contenido personal con un círculo limitado de amigos íntimos) son ahora algo común.
Miroslava Duma, experta en tecnología y en moda rusa, fue una de las primeras personalidades de la moda de alto perfil en retirarse de Instagram, y anunció a sus seguidores que desde el pasado julio tomaría un descanso indefinido de las redes sociales (regresó a fines de septiembre).
“Los medios sociales se diseñaron inicialmente para proporcionar infinitas oportunidades para que las personas se conecten, aprendan, construyan y crezcan, pero siento que ahora estamos más aislados que nunca”, escribe. “La cruel verdad es que está destruyendo los fundamentos centrales de cómo funciona e interactúa la sociedad”.
Duma puede tener un punto de vista único sobre el poder potencialmente dañino de compartir en Instagram. A principios de este año, estuvo en el centro del escándalo de las redes sociales después de publicar una foto de una tarjeta escrita a mano de su amiga diseñadora Ulyana Sergeenko con la letra de una canción de Jay-Z y Kanye West: “My n**gas in Paris” (incluimos los asteriscos, Sergeenko no lo hizo).
Duma y Sergeenko –ambas ricas, rusas y blancas- fueron acusadas de racismo y obligadas a pedir disculpas; internet arrasó con imágenes de Duma subtituladas en inglés de seis años antes, en las que parecía hacer comentarios despectivos sobre el blogger Bryanboy y la modelo transgénero Andreja Pejic (se ha disculpado por sus comentarios “ofensivos e hirientes”).
¿Qué podemos aprender de los errores de Duma? Ella demuestra la amenaza de una reacción violenta por parte de la mafia del internet, que persiste debajo de la superficie para quien pretenda hacer una carrera desde el mercado en línea (es de esperar que ya estés cumpliendo con la regla básica de “no insultos raciales”).
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En un giro interesante, las mujeres que se han beneficiado tanto social como financieramente de las redes sociales ahora están decidiendo darle la espalda. ¿Cómo navegar por las redes digitales? Es una pregunta que formulé a la exmodelo y diseñadora de moda Alexa Chung, en el debut de su marca homónima durante la semana de la moda de Londres en septiembre.
“Intenté desintoxicarme de ellas, sin embargo, fue en vano”, admitió. “Lo que me encantó de las redes sociales es tener una ventana a la vida de otras personas y poder ver cosas fuera de los parámetros de mi experiencia. Personalmente, tomé la decisión de renunciar a una gran cantidad de situaciones que no me estaban haciendo feliz o asuntos que ya no tenían relevancia en mi vida.
Me deshice de cuentas de moda que me estaban volviendo paranoica o estaban afectando la visión que tenía para mi marca. Pero tampoco puedes decir que todo es malo”.
Carmen Hamilton, una influencer australiana con 301,000 seguidores en Instagram, también se encuentra en desacuerdo con la reciente hostilidad en las redes. “Tengo una relación de amor y odio con Instagram”, confiesa.
“Debo mucho de donde estoy hoy a las redes sociales –realmente di en el punto justo en el momento que estaba despegando–, pero ha cambiado tanto la plataforma en día que debo luchar contra la presión y a veces tengo que pasar por alto mi vida personal”.
Hamilton cree que la introducción de la función de las historias en Instagram ha ayudado a convertir la aplicación de un flujo de imágenes bellamente curadas a un rollo interminable de ideas sobre la vida privada de todos.
Tomemos como ejemplo a Chiara Ferragni, una de las personas con mayor influencia digital en el planeta, con más de 15 millones de seguidores, publica en sus historias de Instagram, casi cada hora, mostrando las intimidades de su vida doméstica con su esposo, el rapero italiano Fedez, su hijo pequeño, Leone, e incluso su bulldog francés, Matilda.
El hecho de que los seguidores puedan mirar tras la fachada de una red digital reluciente no es necesariamente algo malo, sino es una señal de que la gente ya no está aceptando la idea de que las vidas de los bloggers no son tan perfectas como las de los primeros días de sus carreras, como lo que nos hacían ver.
En resumen, los usuarios quieren vislumbrar la realidad, y por extensión, la autenticidad se está volviendo más rentable.
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Hamilton está de acuerdo. “Un ejemplo reciente, aunque muy pequeño: publiqué una foto mía sonriendo –jamás río en mis foto- grafías de Instagram, lo cual es extraño porque lo hago demasiado en la vida real– y esa imagen tuvo mejor aceptación que cualquiera de mis recientes publicaciones. Solía tener la idea de que a la gente sólo le gustaba mis fotos cuando estaba bebiendo una copa de champán en París o usando un atuendo increíble, pero creo que el público actualmente está buscando algo con lo que pueda conectarse al instante. Una conexión o sentimiento de la vida real”.
Las afirmaciones de que Instagram fomenta la falta de autenticidad son similares a las acusaciones que se publicaron sobre Facebook. Esta última plataforma se ha ampliado a lo largo del tiempo, pasó de ser una red com- partida para amigos y familiares hasta incluir publicidad muy bien dirigida (una amiga me contó que alguna vez recibió un anuncio de Uber Eats para hamburguesas cinco minutos después de enviarle un mensaje a su novio sobre una hamburguesa con queso para la cena) hasta mensajes políticos.
¿Seguirá Instagram el mismo camino con su contenido patrocinado y algoritmos de cambio constante? ¿Abandonar Instagram para estar en favor de la comunicación frente a frente? ¡Termina de leer este artículo en nuestra versión impresa de Harper’s Bazaar!
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