Por Déborah Uranga Fotografías de Cristopher Armenta
Desde la calle, podría pasar desapercibida. Sólo hay una placa discreta, debajo de una bugambilia que cae como cascada sobre un portón negro, que delata su identidad: la primera casa construida en Jardines del Pedregal —ese proyecto que, en los años cuarenta, parecía una idea descabellada hasta que Luis Barragán y sus socios decidieron convertir lava volcánica en modernismo habitable—. Hoy, ese refugio de piedra y vegetación es el hogar de Julián Arroyo Cetto —arquitecto, nieto de Max—, su esposa, la actriz Paulina Treviño, y su hijo Darío. Una familia joven que no sólo vive entre historia, sino que la atraviesa a diario con una naturalidad desprovista de solemnidad.
Es una sensación particular habitar esta casa, porque la vivimos con la noción de que no es del todo nuestra pero, más allá de nosotros, nuestra misión original de vivirla es preservarla y darle mayor difusión a la obra de Max. Nosotros la habitamos, la queremos, la restauramos... la casa es muy noble y nos devuelve todo eso. Es increíble vivir aquí
Desde adentro, la arquitectura se integra orgánicamente al paisaje rocoso. Todo parece fluir como una conversación entre materiales: piedra volcánica, madera, cristal, y el tiempo que se cuela entre ellos. Para Julián, egresado de la facultad de arquiectura de la UNAM y profesor en la Ibero, este contexto ha terminado por afinar su propia forma de pensar el espacio. “No trabajo con fórmulas, porque siempre busco entender el sitio y ver qué elemento puede darle una dirección y lógica”, dice. Sus proyectos —como la Plaza de la República y el Corredor Peatonal Madero— también responden a esa intuición materialista que desconfía del trazo arbitrario.

Construida en la década de 1940, el interior de la casa conserva los valores estéticos del movimiento moderno y el pensamiento clave de grandes artistas como Frank Lloyd Wright, Richard Neutra, Diego Rivera, Juan O’Gorman y, fundamentalmente, del mismo Max Cetto, su arquitecto y creador. Abajo, al cemtro: Julián Arroyo Cetto, arquitecto y catedrático de la UNAM, y nieto de Max que busca preservar el espacio, en congruencia a los ideales de su abuelo.
Cristopher Armenta
La casa, claro, no es sólo un espacio para habitar: es herencia, memoria y terreno fértil. Paulina, que transita con soltura entre la vida artística y la cotidianidad, lo resume con una imagen casi cinematográfica: “Vivir en un jardín que nace por entre las rocas volcánicas, notar el cambio de las estaciones del año a través de las tonalidades de las plantas, es un regalo para nuestro hijo y hace que cualquier restricción valga la pena”. El jardín, diseñado por Catarina Kramis —la abuela de Julián y esposa de Max— completa la ecuación estética. Con wisterias, suculentas y cafetales que brotan entre la lava endurecida, es como si siempre hubiera estado ahí.
La fusión entre entorno y espacio con la naturaleza y condiciones de luz conjuran la imaginación sensorial de sus habitantes. “Es fascinante notar la sensibilidad que nuestro hijo ha desarrollado hacia la apreciación espacial”, dice Julián.
Aunque soy arquitecto, no me la paso de intenso con él. Sin embargo, su experiencia de habitar este espacio es interesante. Busca las palabras para expresar sus experiencias sensoriales con la luz o lo acogedor del espacio
Como si la casa, además del acto de contención física, también le enseñara a nombrar. Todo, en esta estructura, responde a algo más grande: la luz, el terreno, el clima. El diseño está pensado para que los espacios fluyan uno hacia el otro sin divisiones tajantes, siguiendo la filosofía modernista de plantas abiertas, pero adaptada al contexto volcánico mexicano. “La forma del comedor responde a la topografía del sitio y al movimiento del sol”, explica Julián. “Max lo diseñó para aprovechar los matices de la luz durante el invierno, mientras que, en verano, la temperatura siempre se mantiene fresca y agradable en esos espacios”. Paulina agrega con ojo escénico: “Además, tiene algo muy Frank Lloyd Wright: los muros están en la misma dirección en la que se mueve el sol, y por eso se van calentando y nunca es fría durante el día”.

Los valores compositivos de la arquitectura derivan de la materialidad del Pedregal y su cualidad volcánica, construyendo espacios que conviven con la naturaleza endémica en el jardín que creó Catarina Kramis, esposa de Max Cetto. La terraza techada de la zona posterior de la casa se integra a un jardín de superficies escarpadas.
Cristopher Armenta
La casa, como buena anfitriona involuntaria, atrae visitas sin esfuerzo. “Es muy mágico porque, desde que nos mudamos aquí en 2018, no hemos tenido que hacer nada para que lleguen personas a querer verla”, cuenta Paulina. “Recuerdo que, dos semanas después de haber llegado, tocaron el timbre y eran extranjeros que querían pasar a verla. Eso pasa diario”. Así nació la página para agendar visitas, que se sumó al trabajo que Bettina Cetto —madre de Julián— lleva años haciendo para preservar y difundir la obra de su padre.
Recientemente, la casa sirvió como escenario para el arte contemporáneo: durante la semana del arte en la Ciudad de México, albergó una muestra de interiorismo curada por la galería Unno, con piezas de cc-tapis y Flos Archive que interactuaron sin fricciones con la arquitectura original. “Nosotros buscamos que las visitas tengan un valor agregado”, dice Julián. “Que no sea como visita a museo con fichas informativas de la casa, sino que sea algo cálido con anécdotas de vida dentro de este espacio”.
Aunque no es un museo, Paulina admite que a veces lo parece. “Es algo en lo que yo filosofo mucho porque no podemos tener una vida normal. Tenemos un gato y dos perros que no pueden entrar a la casa ni se puede alterar nada del espacio. Es un reto, pero, al mismo tiempo, un privilegio poder vivir esta belleza diario”. ¿Extrañan algo más contemporáneo? “Tal vez, más iluminación complementaria a la natural o muebles más acogedores que funcionales, pero entendemos el contexto y la misión de conservación de la casa”, reconoce.
Con el tiempo, esta suerte de renuncia a lo inmediato se ha transformado en una filosofía compartida. Julián y Paulina planean ahora abrir sus puertas a eventos que reflejen esa misma visión: lecturas de poesía, proyecciones de cine, veladas íntimas, talleres de flores. “Todos los eventos a los que me gustaría asistir”, dice Paulina.
El plan no es lucrar sino que sea un espacio cultural que genere los recursos para su mantenimiento y restauración, que no es poco.
En tiempos de cambios rápidos y edificios que envejecen antes de estrenarse, la Casa-Estudio Max Cetto sigue demostrando que la verdadera modernidad no envejece. Y mientras Julián, Paulina y Darío la habitan sin solemnidad, pero con entrega, lo que se despliega ahí no es una nostalgia, sino una forma muy presente de estar en el mundo.