La vergüenza cambió de bando: Gisèle Pelicot fue condecorada con la Legión de Honor, la más alta distinción que otorga la República Francesa durante las celebraciones oficiales del Día Nacional de Francia. A sus 72 años, esta mujer —que durante años vivió en el anonimato como víctima de una violencia atroz— se convirtió en chevalier no solo por su valentía individual, sino por su contribución transformadora al movimiento feminista contemporáneo.
Su historia, aunque profundamente dolorosa, ha trascendido fronteras. Entre 2011 y 2020, Pelicot fue víctima de agresiones sexuales sistemáticas organizadas por su entonces esposo, Dominique Pelicot, y una red de cómplices. Durante años fue violentada sin saberlo. El caso salió a la luz en 2024, no por un operativo policial, sino porque ella, con una dignidad intacta y una determinación sin precedentes, exigió que el juicio fuera público, contra la voluntad inicial de la fiscalía.
Con esa decisión, Gisèle Pelicot rompió décadas de silencio institucional y convirtió la vergüenza —históricamente colocada sobre los hombros de las víctimas— en una carga para los culpables. Sus palabras en la audiencia resonaron como un manifiesto: “La vergüenza debe cambiar de bando”. Y lo hizo. El proceso judicial que siguió a su declaración condujo a más de 50 condenas y se ha convertido en un caso emblemático en Europa sobre abuso sistemático, sumisión química y consentimiento.
Una condecoración que consagra el coraje civil
La Legión de Honor fue instituida por Napoleón Bonaparte en 1802 como una forma de reconocer a personas —militares o civiles— que hubieran prestado un servicio excepcional a la nación. A lo largo de la historia, ha sido otorgada a figuras como Marie Curie, Josephine Baker, Simone Veil, Elie Wiesel, Steven Spielberg y Angela Merkel. Cada uno, desde su trinchera, marcó un antes y un después en la historia de la humanidad.
Que Gisèle Pelicot figure ahora en esa lista no es solo un acto de reparación pública, sino una declaración política y cultural de alto alcance. La distinción la sitúa al lado de quienes han aportado al progreso de los derechos humanos y la dignidad colectiva. En su caso, desde el más crudo de los márgenes.
Un impacto que atraviesa geografías
La historia de Gisèle Pelicot ha revolucionado el concepto de justicia a nivel internacional, activistas de distintos países han citado su caso como ejemplo de valentía procesal y han llamado a replicar su modelo de juicio abierto para romper el círculo de revictimización. Su rostro —que hasta hace poco era solo una silueta protegida— se ha vuelto ahora un símbolo de lucha sin espectáculo: una mujer que no necesitó fama, sino verdad.
La ceremonia del 14 de julio, en la que se le impuso la insignia de la Legión de Honor, fue discreta pero profundamente significativa. Sin alfombra roja, sin lente mediático de farándula, pero con un mensaje claro: el coraje también se condecora. Y esta vez, el Estado francés eligió hacerlo desde el reconocimiento a una mujer que convirtió el horror en acción, y la humillación en dignidad pública.
El legado de una voz que ya no calla
Gisèle Pelicot no se ha proclamado líder, ni pretende ser portavoz del feminismo global. Pero lo es. Lo es porque su acto personal ha generado un impacto colectivo. Porque al dar la cara, empujó a las instituciones a repensarse. Porque su historia obliga a escuchar y a actuar.
Su distinción con la Legión de Honor no repara lo irreparable, pero sí ancla su memoria en la conciencia de un país y en la historia de un movimiento. Y eso, en un mundo donde la violencia aún se niega o se minimiza, es un gesto de esperanza y justicia simbólica.